Sentado en el piso de la estación de trenes me encuentro,
mientras un tumulto de gente a mi alrededor sigue con los modelos a los cuales
(a pesar del tiempo), no logro acostumbrarme: niños pidiendo dinero; un chico
semi desnutrido se arrastra por el piso suplicando una limosna; otro que
arregla bolsos vuelve a la carga por un pequeño parche en mi mochila, sin
hacerse eco de mi firme y ya no tan amigable negativa; una mujer intenta levantarse
del piso luego de haber sido embestida por un carro que transporta mercaderías,
etc. Todo sucede en este andén como, al mismo tiempo, en muchos otros andenes
de esta inexplicable India.
Mi próximo destino era Bikaner, aún en la zona del Great Indian Desert (Thar),
pero para llegar hasta allí debería primero atravesar lo que se conoce como el
Shekhawati. Se trata de una extensa llanura, ligeramente ondulada, ubicada
entre el desierto del Thar y las ricas tierras del valle del Ganges, conformada
por un suelo duro y áspero, de arcilla y arena, azotada habitualmente por los
monzones. Un recorrido de varias horas en tren, con un objetivo claro y bien
definido: visitar el Shri Karni Mata Temple
o Templo de las Ratas, en la no muy lejana localidad de Deshnoke.
Ni tan grande ni tan atractiva o idílica como Udaipur o
Jaisalmer, ésta ciudad posee algunos interesantes elementos como para conocer
durante una tarde, aunque el principal inconveniente es su contaminación
sonora, debido a la gran cantidad de gente y vehículos que recorren sus calles.
No obstante, yo ya me sentía algo acostumbrado a esto, y me moví libremente por
la ciudad para visitar el Junagarth Fort y algunos otros edificios cuya factura
eran destacables como para tomar algunas fotografías. Pero la curiosidad me había
llevado hasta allí, y era esa misma curiosidad la que me tenía todo el tiempo
ansioso.
Si creía que India me había mostrado mucho, estaba
equivocado, ya que todavía había más. Luego de una hora de viaje en bus llegué
a la aldea de Deshnoke. Un pequeño caserío rodeado de desierto y sin ningún
atractivo aparente, aunque aparezca mencionado en casi todas las guías turísticas,
y tenga renombre nacional debido a un curioso elemento religioso: el Templo de
las Ratas.
Finamente trabajado en mármol y ricamente tallado a mano, con
hermosas puertas de plata labrada, la decoración de las paredes del templo
presenta formas de aves, plantas y flores, como así también representaciones de
diversos dioses, y de la leyenda que da origen al lugar.
En éste templo se venera a estos pequeños roedores a quienes
(según una de las versiones que pude oír), se considera como la reencarnación de
los niños que van falleciendo, y que pertenecen a una de las castas de la región.
Otra versión dice que algunos fieles creen que las almas pueden escapar a la
ira de Yama, Dios de la Muerte, si se reencarnan en ratas. Lo cierto es que en
su interior, estos animalitos deambulan libremente, y son agasajados
permanentemente con leche, granos y semillas, y un sinfín de plegarias elevadas
en su nombre. Cuidadosamente conservado, el recinto tiene un hermoso patio
exterior, sobre el cual se ha colocado una “media sombra” que impide el acceso
a diferentes tipos de aves rapaces, que buscan alimentarse de las ratas.
Fácil es darse cuenta quiénes son devotos, y quiénes simples
turistas. Los primeros caminan, rezan, y
hasta se sientan en el piso, sin mucho más reparo que el tener el cuidado necesario
para no pisar o dañar a alguna rata. Los segundos, prácticamente no se mueven
por miedo a tocar alguna, mirando con detalle cada centímetro de suelo antes de
dar un paso o tocar algo (ya que algunas se trepan en los lugares más insólitos)
y los rostros denotan muecas que van desde la típica “cara de asombro”, hasta
expresiones de asco o miedo.
Único en el mundo. Interesante, pero no tanto como para
valer los más de 400kms que debí alejarme de mi itinerario, solo por visitar este
lugar. Pero, si Susana Giménez y Marley habían estado, yo no podía dejar de
hacerlo!!
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