Demostrado quedó que no puedo con mi genio, sobre todo, si
me agarran desprevenido. Así fue en el tren, camino a Jaipur, durante un viaje
nocturno. Para que un chico no quedara separado de la familia accedí a
cambiarle mi litera, siendo el resultado previsible: casi no dormí. La cama en
suerte me tocó paralela al pasillo (al lado del ir y venir de la gente),
resultó ser más corta que el resto y las 2 ventanas no se cerraban con firmeza,
así que el frío se hizo sentir durante todo el viaje. Amanecido antes de
amanecer, así arribé a Jaipur, la más grande de las ciudades de este estado, y también
la más polucionada, ruidosa y súper poblada. Lo sabía, pero esperaba que su
centro histórico y edificios importantes contrastaran con el resto. No fue tan
así.
Cargado con todo mi equipaje (que por cierto, era
demasiado!), anduve poco más de una hora, buscando un lugar donde alojarme, y
que justificara la relación precio – calidad. La primera impresión de la ciudad
fue amena: anchas avenidas, muchos árboles, hermosas casas y modernos complejos
de departamentos; pero claro, había llegado muy temprano en la mañana y
recorrido la zona residencial en torno a la estación de trenes. El despertar de
la ciudad y mi ingreso en el corazón de ella para buscar morada, rápidamente
iban a modificar esa primera imagen.
Había llegado a Jaipur con bastante expectativa, puesta en conocer
algunos edificios que, según había leído en las guías turísticas, eran
realmente sobresalientes. Y la falta de magnificencia en varios de ellos,
sumados a un calor agobiante como el que no había experimentado hasta el
momento, y la forma si se quiere
agresiva con la que fui abordado varias veces por distintos comerciantes, de
apoco fueron perfilando a éste sitio como un lugar poco grato, en donde no
tenía intenciones de pasar mucho tiempo. De todas maneras, me tomé un día para
tratar de conocer lo más relevante, aunque no tuve mucha suerte.
Construida en el interior de altas murallas todavía intactas, la ciudad se organiza en grandes avenidas rectilíneas, cortadas perpendicularmente por calles más angostas, las que se encuentran, por lo general, llenas de bazares. Durante su creación, varios edificios se construyeron en piedra gres rosa, y muchos otros se pintaron de ese color en el año 1875, como reconocimiento especial a la llegada del Príncipe de Gales. A partir de ese momento, y debido a la preponderancia de ese color, se conoce a Jaipur como la "Ciudad Rosa".
El City Palace,
aunque estético, no tiene la suntuosidad ni la majestuosidad de su homónimo de
Udaipur (el cual presenta una belleza arrogante), y se me antojó como una
simple sucesión de patios, por lo que un recorrido superficial de una hora
bastó para conocer lo más importante. El
Albert Hall Museum, un edificio magnifico mezcla de estilos victoriano y
renacentista, se encontraba cerrado a causa de reformas, que demandarían unos 3
meses.
Finalmente, me dirigí hacia el Jarwal Mahal o Palacios de
los Vientos (la obra arquitectónica por la cual en realidad me había convencido
de visitar esta ciudad). Pero lo que se suponía iba a ser una maravilla de la
arquitectura, resulto ser tan solo una hermosa fachada, ya que el edificio, en
su parte más alta, tiene poco más de
2mts de espesor. Construido a finales del siglo XVIII, fue edificado de tal
forma que el viento corre a través de sus diferentes aberturas, circulando, y
refrescando el lugar. Que decir, sobran las palabras...
Pero no podía darme por vencido, así que hice mi último
esfuerzo, y me dirigí hacia el Amber Palace. Al llegar me encontré con un
fuerte que debe haber sido, sin dudas, el menos colosal y atractivo de los que
conocí hasta el momento. No era feo, pero tampoco majestuoso; no era pequeño,
pero tampoco imponente; no era insignificante, pero definitivamente, no
asombraba. Tal vez fueron demasiados castillos anteriores a éste; quizás el
cansancio que sentía; o el calor que agobiaba mis sentidos. No pude distinguir
el motivo exacto, pero tal vez fueron todos, sumados a que el lugar carecía de
alma, lo que hicieron de esta visita, otro cuasi fracaso.
Para cuando llegué al final del recorrido el sol se
encontraba en su punto más alto y castigando con fuerza, mientras que mis energías
rozaban el suelo. Y me quedaban estancias aún por visitar, pero no encontré la
motivación para hacerlo, por lo que permanecí sentado a la sombra de un paredón
por más de una hora, leyendo, viendo la gente pasar y, eventualmente,
conversando con algunos hindúes curiosos que se animaron a acercarse. Recuperadas
las fuerzas, emprendí el regreso a la ciudad, pero me encontré con un paisaje
sublime, el cual no quise correr el riesgo de dejar pasar por lo que,
literalmente, me tiré del bus en movimiento, ante la mirada de los pasajeros.
En medio del desierto, un enorme lago de aguas profundamente
verdosas, flanqueado por colinas de
tonalidades ocres y el murallón de un dique sobre unos de los laterales. En su
centro, una isla rocosa, coronada por un palacio. Y el conjunto, reflejándose
sobre el espejo de agua y entremezclándose con los colores del atardecer, me regalaron
una de las más bellas postales del Rajasthán. El lugar era casi perfecto; lo único
que alteró la ecuación fue la cantidad de personas que en torno al lago
paseaban, y al verme sentado leyendo un libro, se acercaban para saciar su curiosidad
y, porque no, sus bolsillos, con el “siempre a mano” pedido de un par de rupias.
Misión imposible!! No hay relajo en esta India donde la
gente se agolpa permanentemente en todos lados. Vendedores que te acosan todo
el tiempo; conductores de rickshaws que se te tiran encima; hombres, mujeres,
niños, todo el tiempo hablando, o gritando, intentando extirparnos unas cuantas
rupias o colarnos algún tipo de sustancia no tan legal; problemas de confirmación
en trenes o buses; todo el mundo intentando sacar provecho del turista, de
aquella persona de tez diferente a la que se asocia tan solo con el símbolo del
dinero, y que no se respeta por lo que es: otro ser humano.
Un cansancio absoluto al tener que estar siempre con los
sentidos al 100%, sumado a continuas decepciones y malas situaciones, conforman
el corolario de esta aventura en tierras indias que para mi llega a su fin. Es
el norte, es diferente al resto. Más agresivo, menos relajado. Lo entiendo, lo sabía
de antemano. Pero de todas maneras marca el final de una experiencia que de no
ser por algunos lugares contados, daría saldo negativo. Es por eso que cambio
de planes, y en lugar de seguir recorriendo India hacia el sur, como lo tenía
planeado, mi nuevo ticket aéreo me llevará nuevamente con destino al sudeste
asiático: Malasya.
Pero aún me resta una espera. Poco más de 20 días,
durante los cuales debo encontrar en qué entretenerme y, sobre todo, durante
los cuales necesito reencontrarme conmigo mismo. Pero no cierro la puerta. Decido
darle otra chance a esta tierra, porque no quiero irme con una mala imagen. Y
es por eso que las montañas me esperan, con su aire indolente, sus monasterios
y sus Lamas …
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