Pateando Bangkok

Por ahí escuché decir que en el infierno hace calor; si es así, Bangkok ha de ser lo más parecido al infierno que yo haya conocido! Caminar por sus calles significó ser golpeado permanentemente por un aire caliente que todo lo envuelve, y del cual es imposible poder escapar, aún refugiándose debajo de la sombra de los muchos árboles o edificios que forman la ciudad. Esa masa gigantesca de hormigón armado y motores en movimiento se convierte durante el día en una gran caldera, quedando uno sumergido en una estela de calor que sofoca, agobia los sentidos y no permite moverse sin tener la sensación de que se va a ser víctima de deshidratación de un momento a otro.  

Así, con tan interesantes perspectivas, decidí colgarme la mochila al hombro y salir a caminar por sus calles; mapa en mano y con ganas de conocer, decidí hacerle frente al calor, ganando por cierto la batalla, pero quedándome muy en claro que es un enemigo al que se debe respetar y tratar con mucha cautela. 


Convencido de que podía cubrir ciertas distancias a pie, empecé a patear por Bangkok con la idea puesta en llegar hasta la zona donde se encuentra la Embajada de Camboya (supuesto próximo destino a visitar). Ciertamente, no reparé en que el mapa podía no respetar a escala las dimensiones del lugar. Ciertamente, no se me ocurrió tomar en serio lo grande que podría ser la ciudad, aún sabiendo que lo era. Y, ciertamente, recién después de mucho andar y transpirar y pelearme con los carteles indicadores de las calles, pude darme cuenta dónde me encontraba según el mapa que llevaba conmigo. Y ahí fue donde me desmoralicé. 

Mucho era lo que había avanzado caminando, pero poco o nada en relación a mi ubicación dentro de la ciudad y, mucho menos aún, en relación a sus dimensiones verdaderas. Un monstruo de múltiples brazos, que se extienden en forma de grandes avenidas, calles, pasajes, canales, etc. Un pulpo gigantesco que me tenía acorralado y sin mucha escapatoria posible, por lo que resignación y cambio de planes fueron la estrategia a seguir: entendiendo que no había ya manera de poder cumplir mi objetivo aquel día, decidí aprovechar mi tiempo en tan sólo pasear y disfrutar, en lugar de correr y sacrificarme.  

Reduciendo el ritmo de mi andar, empecé a prestar más atención a los detalles, encontrándome con un mundo que, mucho más allá de lo frenético del tránsito, se me presento acogedor. Grandes arterias arboladas enmarcando el ingreso de los comercios y las viviendas; canales, parques, infinidad de monumentos, autopistas, monasterios, el sky train; robustos edificios de cemento; viejas casas de madera; puestos de comida callejera y grandes restaurantes. Lo antiguo y lo moderno, conjugándose y dándole carácter a una ciudad dinámica, alocada, pero que por momentos da la sensación de haberse detenido en el tiempo. Alejado ya de la zona habitual de los turistas, comencé a ser testigo presencial de la manera de vivir de sus habitantes; de su día a día. 

Así me halló  el horario del almuerzo: inmerso en un espectáculo de vida que en vano intentaba retratar con mi modesta cámara fotográfica. El sol caía con fuerza, y ya no tenía mucha más alternativa que buscar un refugio provisorio, donde recuperar energías para continuar luego. Elegí un bien presentado puesto de comida callejera, donde un plato cargado de arroz blanco con pato en salsa agridulce y un vaso de té helado fueron la excusa para reposar largo rato a la sombra, aguardando el momento en que el cuerpo se sintiera presto a continuar. 

Otra vez en camino, me encontré de pronto con un parque inmenso y hermoso, muy bien cuidado, tan bonito y perfecto en los detalles como el que recorriéramos con Carolina en Kuala Lumpur, pasando muy agradables momentos juntos. Y no pude menos que sentir cierta melancolía por lo que fue y ya no sería, puesto que luego de nuestra separación en India había quedado, lo que fuera una gran amistad, en un callejón sin salida. 

Testarudo, sin comprender de una buena vez que las distancias eran importantes, seguí guiándome por el mapa que poseía y, aunque bien orientado, las cuadras se hacían interminables, sobre todo cuando fue evidente que un par de ojotas de cuero no eran el calzado adecuado para ese tipo de aventuras citadinas. De todos modos, logré avanzar hasta donde se hallaba un monumento que en el mapa había llamado mi atención, ubicado sobre una rotonda, en la intersección de dos avenidas importantes. 

Si bien la escultura en cuestión resultó no ser nada relevante, la zona donde se emplazaba se caracterizaba por una animada vida comercial, al punto de observar el contraste formado por un pequeño local de venta de pescado asado, justo al lado de otro, súper moderno, perteneciente a la firma Dunkin Donuts. En torno a los negocios, el Sky Train circulaba por una suerte de puentes interconectados, que le brindaban al lugar un aire ciertamente futurista, mientras las personas que de él descendían abordaban un sinfín de ómnibus que, en apariencias a punto de desmantelarse, aguardaban pacientemente por más pasajeros. 

De ahí en más, el recorrido hasta el hostel lo hice a través de un sector de la ciudad muy bonito, claramente de tipo residencial, finamente arbolado, donde las viviendas, ajardinadas todas, denotaban el nivel de vida de sus habitantes. Y, como si hubiesen quedado enredados en esa maraña de pequeñas callecitas, algunos predios pertenecientes a la realeza eran celosamente custodiados, pero perfectamente visibles para quienes, como yo, simples turistas, quisieran llevarse un recuerdo fotográfico de las mismas. 

Fueron aproximadamente 9 las horas durante las cuales, a pesar del calor, las grandes distancias y un calzado inadecuado, estuve pateando a través de la ciudad, convirtiendo el esfuerzo en un desafío interesante que, si bien logré llevar adelante, puso a prueba parte de mi resistencia física. No obstante el cansancio, sentía de todas maneras la necesidad de distraerme un poco, por lo que luego de la ducha de rigor, opté por buscar algún lugar para cenar sobre Khao San Road, para ver además, un poco de todo aquello que había imaginado. 

Durante la noche esta calle se convierte en un verdadero enjambre de personas, donde es posible toparse con turistas de los lugares más diversos y con los aspectos más variados, convirtiendo una simple  tarea de observador en algo que puede mantenernos entretenidos durante largas horas. Núcleo turístico por excelencia en Bangkok, esta arteria cobra vida de una manera que estremece los sentidos. 
Así como es posible acceder a algunos de los muchos bares o puestos de artesanías que allí se ubican, así de fácil es también encontrarse con algunas actividades o elementos que le brindan ese toque tan especial, y que pueden (en cuestión de segundos) poner a prueba nuestra personalidad: mujeres con vestimentas típicas; amplia cantidad de ofertas sexuales (brindadas por mujeres o los muy tradicionales “lady-boys”); drogas de diversos tipos; puestos de snacks que ofrecen peculiaridades regionales como cucarachas, langostas o arañas fritas; alcohol, desenfreno y mucha euforia. Para todo tipo de gustos, Khao San Road tiene alguna propuesta siempre a la orden del día. 

Sin querer correr riesgos innecesarios provocados por la tentación del descontrol y la lujuria que la noche de Khao San promueve en los sentidos, dejé que la sensatez ganara y prevaleció la cordura ante la idea de terminar solo, en no muy buenas condiciones, en un lugar tan lejano. Pero sabía que volvería a poner mis pies en aquel lugar y, quizás, con ciertas garantías, pudiese disfrutar de todo aquello que en ésta oportunidad estaba dejando pasar… 









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