La opción más interesante era sin duda la de ingresar al Palacio Real, que se levantaba majestuoso detrás de altas paredes de color blanco. Pero sabía con seguridad que eso demandaría al menos dos horas de recorrido que agotarían mis fuerzas bajo un sol que caía a plomo y no daba tregua, por lo que opté por hacer algo más relajado. Cámara de fotos en mano, me dediqué a recorrer el templo budista conocido como City Pillar Shrine: construido con un característico estilo chino – tailandés, el edificio alberga en su interior un pilar que recuerda el traslado de la ciudad capital a su ubicación actual, allá por el año 1782, de la mano del Rey Rama I, convirtiendo además a esta estructura en el primer edificio erigido en la nueva ciudad.
Éstas, además de las oraciones y ofrendas que al igual que el resto realizaban, se acercaban luego a una especie de tarima anexa donde llevaban adelante una suerte de juego con algunos elementos que allí se encontraban. Así como se golpea un atado de cigarros hasta que sólo uno de ellos se separa del resto, así sacudían las mujeres un pequeño estuche con palillos identificados cada uno con un número, hasta que tan sólo uno de ellos caía al suelo; recogido, lo observaban para cotejar luego una tarjeta que se correspondía con el número que identificaba a ese palillo en particular. Dicha tarjeta poseía una leyenda cuyo significado es incierto para mí, aunque presumo que se trataría de algún tipo de tarea a realizar, dependiendo de lo que les haya tocado en suerte. Seguramente la explicación ha de ser simple, pero un dejo de timidez me invadió en aquel momento, privándome de la posibilidad de aprender al respecto.
Y ya fuera del templo pude observar otra práctica común del lugar, sobre la cual me animé a consultar a un transeúnte ya que llamaba poderosamente mi atención: sentado sobre una diminuta banqueta, un señor entrado en años se refugiaba del sol bajo un pequeño paraguas de color rojo, y a su lado algunas jaulas privaban de su libertad a un grupo de minúsculas aves de los más diversos colores. Cada tanto, alguien se acercaba y compraba alguna, la cual era entregada simplemente en mano (siendo esto lo que más llamó mi atención primeramente).
Lo cierto es que se trataba de una actividad económica modesta, pero rentable al estar este señor ubicado en la puerta misma del templo, ya que según la filosofía budista, está bien visto que las personas liberen a los animales de su cautiverio, proporcionándoles la posibilidad de vivir en libertad. De ésta manera, los creyentes adquirían alguna de éstas aves, e ingresando al lugar y rezos mediante, la soltaban, realizando la buena acción del día.
Ésta visita más algunas fotografías de la zona circundante al río fueron más que suficientes para agotar parte de las fuerzas que, por cierto, ya iban flaqueando luego de varios días de mal dormir, así que analizando las opciones, me incliné por buscar refugio en mi habitación y, luego de una siesta reparadora, comenzar a diseñar en un mapa el derrotero a seguir durante los próximos 45 días de viaje.
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