Alguien especial en el camino ...

Durante la estadía en la isla, la amistad creada con los chicos se había ido afianzando, al punto de llegar a entablar largas conversaciones en las cuales la historia personal de cada uno salía a la luz sin retaceos ni rodeos que dieran a pensar que la situación era forzada y, particularmente con Eliane, nos fuimos conociendo al punto de llegar a disfrutar incluso una cena los dos solos, charlando, y contándonos proyectos e ilusiones. Pero a pesar de querer seguir camino junto a ellos, algo en mi interior me indicaba que debía quedarme y disfrutar de eso tan especial que había descubierto, y que me sería vedado si decidiera seguir viaje junto a ella y Henrique. Y no sin pena, y luego de mucho pensarlo, la determinación fue la de hacerle caso a mis sensaciones. 
Casi como si hubiésemos podido predecir el futuro, nos despedimos de los chicos con la certeza de que nuestros pasos volverían a cruzarse, ya sea de común acuerdo, o por azar. Y esa seguridad nos dio la tranquilidad necesaria como para poder fundirnos en un abrazo fraternal y emocionado, pero sin esa carga melancólica y negativa que suelen generar las despedidas.  Y así, mientras el barco se alejaba de Ko Phi Phi llevándose a quienes habían sido los mentores de algunos de los más gratos momentos de mi viaje, yo me quedaba en el muelle, sonriendo alegremente no sólo por haber seguido hasta allí a mis emociones, sino por la tranquilidad que me brindaba saber que el camino volvería a cruzar nuestras pisadas. 
La prolongación de mi estadía no sería larga, ya que en tan sólo unos días Suzanne y Martine deberían regresar a Francia y yo continuaría vagando sin destino claro, pero sí sería particular, ya que a partir de ese momento y durante tres noches, compartiría la habitación con ambas, y deberíamos buscar la manera de que, contrariando lo que dice el refrán, tres no fuéramos multitud (más aún teniendo en cuenta que deberíamos compartir, inclusive, la única y misma cama). De hecho se percibía tanta energía entre todos, que creo hubo una buena armonización de las necesidades de cada uno, sobre todo teniendo en cuenta que no era la idea incomodar a Martine, pero estando claro también que con Suzanne necesitábamos poder compartir ciertos momentos a solas, ya sea de intimidad, como simplemente de recreación y esparcimiento. Y así fue que nos complementamos bastante bien, intercalando largas horas de sol en la playa, sesiones de masajes, pequeños paseos en bote o comidas compartidas, con lapsos de tiempo que nos permitían tener a cada quien la intimidad que necesitaba. 

Así, los días transcurrieron con una celeridad impresionante, al punto mismo de sentir que se nos habían escapado entre las mano  aunque, como todo había sido disfrute, no había de qué lamentarse. Pero todos los buenos acontecimientos siempre, inexorablemente, van acompañados de algún momento de tristeza o congoja, y en lo personal, creo que me invadieron esas sensaciones al percatarme (luego de una rica cena compartida con las chicas), de que esa era nuestra última noche juntos, ya que al día siguiente partiríamos, cada quien siguiendo su rumbo. 

Aún hoy (varios años después), no logro entender los motivos de la urgencia que se apoderó de mí a partir de ese momento. No estoy seguro si fue porque la noche me resultaba demasiado corta para conjugar todo aquello que aún nos faltaba por compartir con Suzanne, o si fue un recurso para hacer valer cada minuto que aún teníamos por delante, pero lo cierto es que me resultaban escasas las horas antes de la separación. Y el sólo hecho de compartir la habitación nos impedía, de alguna manera, poder hacer valer esas horas como la última gran velada compartida, disfrutándonos como nos lo merecíamos, por la entrega franca y sin rodeos de que habíamos sido capaces. No lo  vislumbré en el momento, pero seguramente optar por alojarnos solos esa última jornada habría sido el desenlace perfecto. 

No obstante, la comprensión sutil del momento por parte de Martine nos regaló la posibilidad de un último encuentro a solas, en el cual la piel y los sentidos se exacerbaron mucho más que las veces anteriores, conjugando el desenfreno con el placer de una manera tan especial que los susurros, las caricias y los aromas compartidos me acompañarían durante un largo tiempo, haciendo de mis recuerdos ese lugar al cual volver una y otra vez, en cada una de esas noches de melancolía que sobrevendrían a lo largo del viaje.

Podríamos haber partido temprano, pero el cansancio y una dosis importante de alcohol en la sangre nos decidieron a postergar la salida por un par de horas, aprovechando la mañana para compartir un rico desayuno y algunas compras finales antes de abandonar la isla. Y ya en la embarcación (algo incómodos por dejar sola a Martine), nos fuimos a la cubierta exterior del barco, acomodándonos en el suelo, con las piernas colgadas hacia uno de los laterales, disfrutando de magníficos momentos:  un sol intenso enmarcaba el paisaje, mientras el viento golpeaba nuestros rostros; el mar poseía un color azul profundo, y su calma aparente se veía alborotada por la estela blanca que dejaba la nave al moverse, y un grupo numeroso de nubes con formas extrañas se fundían con las islas que de apoco desaparecían en el horizonte. Así nos acercábamos a nuestra despedida; de esa manera compartíamos lo último que podíamos compartir.

Todo entre nosotros había sido perfecto, excepto por un detalle: el tiempo. Breve. Demasiado para todo lo que aún podíamos llegar a brindarnos. Aunque, quizás, justamente la premura haya sido lo que convirtió en tan especial este encuentro. Al sabernos con poco tiempo, no podíamos desaprovecharlo en mezquindades, y nos entregamos sin reservas. Por eso fue pleno, absoluto. Fue total en todo lo compartido. Y ahora, ese tiempo llegaba a su fin.

El barco golpeó el muelle, y ese movimiento repercutió en mi cuerpo con fuerza, formando un nudo en mi garganta que pujaba por salir. Había que despedirse, pero ninguno de los dos quería tomar la iniciativa. Estábamos llenos de tristeza, y quizás hasta el cielo se haya apenado, ya que al estrecharnos en un abrazo y dejar escapar algunas lágrimas, lo que hasta ese momento había sido un día soleado se convirtió en una tormenta de nubes extrañamente grises y fuertes ráfagas de viento, cubriendo la ciudad con una lluvia intensa que opacaba aún más el momento.

El taxista cerró la puerta de su vehículo azul con vidrios oscuros y se puso en marcha. Y yo ahí me quedé, parado, debajo de la lluvia, con algunas lágrimas furtivas y el alma tan gris como ese día que era testigo de la despedida. Me quedé esperando. Quizás un saludo, o un rostro asomado a la ventanilla, pero nada pasó. Seguramente, porque Suzanne también se hallaba con el alma gris, y prefería evitar cualquier demostración que prolongara aún más aquel triste momento.

Recuerdos que guardarían (y guardan aún) la emoción de una despedida difícil, cargada de lágrimas y de un abrazo en el cual, sin demasiadas palabras, nos decíamos un sinfín de cosas.













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