Jaisalmer: la Ciudad Dorada.


En cualquier guía turística, el Raj es sinónimo de desierto y camellos; de hombres de turbante con largos y llamativos bigotes; de mujeres ricamente vestidas con saris de los más hermosos colores; de fortalezas sacadas de libros de cuentos,  y de un sol radiante que todo lo baña. Pero para mí, el Raj representó  mucho más. Significó una aventura a lomo de camello por el desierto, rodeado de gente increíble; un amanecer recostado sobre prístinas dunas de arena; significó la paz de las callejuelas del viejo fuerte; también un atardecer contemplado desde la torre de la amplia muralla, recostado sobre un viejo cañón, con un mar de arena como telón de fondo. Significó armonía, paz, tranquilidad. Por todo esto, este lugar tan especial  significó también un encuentro conmigo mismo.



El viaje desde Mount Abu a Jaisalmer fue casi una travesía. Nos llevó todo el día, y debimos hacerlo en 2 etapas, cambiando de bus en Jodhpur, La Ciudad Azul (la cual recorrería días más tarde), y viajando en unidades prontas a desvencijarse; abarrotadas de gente y en un camino que dejaba mucho que desear. Cada tanto, lograba ver a Laura y Fabrize (sentados frente a mi), asomándose entre la masa de gente que se apretujaba en el pasillo. En una de esas oportunidades, me sorprendo al ver a Fabrize con una criatura en brazos, observándome desconcertado, en cuya expresión se podía adivinar la pregunta: que hago con esto? Y sólo instantes después, lo vuelvo a ver, pero con expresión de amargura, apretado entre Laura y un hindú que, cómodamente sentado, ocupaba su lugar. Tan bizarra fue la situación que no pudimos dejar de tentarnos en un ataque de risa que duró varios minutos y nos ayudó a distendernos después de tan largo día de viaje.

Llegar a Jaisalmer fue adentrarme en un libro de cuentos e historias fabulosas, de esas en las cuales una fortaleza dorada se yergue majestuosa en medio del desierto, con su torres almenadas; rodeada de altas murallas, infranqueables; sus cañones apuntando al horizonte; las torres de los templos y sus “havelis” asomándose en la altura; intrincadas callejuelas y estrechos pasadizos adornados de prendas y artesanías que forman un bazar al aire libre; una profunda armonía sólo interrumpida por la risa de los niños o el ladrido de algún perro; el silencio ensordecedor del desierto …  si alguna vez soñé con formar parte de un lugar sacado de un libro de leyendas, Jaisalmer me dio la posibilidad de hacerlo realidad.

Calculado, nuestro arribo se dio para lo que ellos lugareños llaman “el Festival del Desierto”. No muy autóctono, sino más bien un evento para el turismo, durante varios días se realizan en la ciudad actividades con las cuales se intenta mostrar un poco del folclore que hace a la vida de las comunidades tribales que habitan el Raj: desfile de carruajes tirados por camellos; danzas típicas; mujeres y hombres con sus ropas más finas; competencias de turbantes, etc. Pintoresco, sirve tan sólo para tomar algunas simpáticas fotografías, pero no para conocer en verdad la esencia de estas personas que viven en ese lugar tan inhóspito. De los varios días que duró el evento, una tarde nos fue más que suficiente para saciar nuestra curiosidad. El resto del tiempo, preferimos aprovecharlo recorriendo el fuerte y la ciudad extramuros.

Jaisalmer, la Ciudad Dorada, se encuentra ubicada en un lugar que fue paso obligado para las caravanas que, cargando especias, índigo y opio, comunicaban el valle del Indo con Asia central. Ésta posición estratégica fue la base de su gran riqueza arquitectónica y su grandeza, ya que muchos de los más ricos comerciantes decidieron construir allí sus “havelis” (palacios), demostrando su poderío económico en tanto y en cuanto más ornamentado y lujoso era el edificio en cuestión. Y así fue que una de las actividades más interesantes era recorrer, visitar y fotografiar algunas de estas majestuosas construcciones, muchas de las cuales hoy se encuentran abandonadas.

Cortando la monotonía del desierto, la colina de Trikuta (Tres Picos) se eleva por más de 80 metros, y se halla coronada por una fortaleza dorada, construida en piedra gres entre los siglos XII y XVI. Rodeada por una muralla de más de 5km de extensión y compuesta por 99 torres y 4 puertas monumentales, su característica más llamativa es que fue construida sin utilizar mortero: las piedras superpuestas se sostienen gracias a su propio peso! En el interior de dicho fuerte, se encuentra el palacio Maharaja Mahal, siete templos jainistas y dos hinduistas. Muchos de los templos y edificios están esculpidos con gran riqueza.

Con la creación de los grandes puertos de ultramar, las rutas comerciales continentales perdieron preponderancia, entrando muchas de las antiguas ciudades en una suerte de decadencia. En el caso de Jaisalmer, ese letargo no fue tan extenso, ya que luego de la demarcación de la frontera con Paquistán y los graves conflictos étnicos y militares entre India y este país, su proximidad con dicha frontera ha hecho de Jaisalmer una base operativa militar muy importante. Esto, sumado a la actividad turística, la ha revitalizado, pero permitiéndole mantener su atmósfera tranquila, pausada, y una comunidad afable que invita a permanecer y disfrutar del lugar.

El objetivo primero fue asentarnos por sólo dos o tres días, pero la magia del lugar nos fue cautivando de a poco, y una suerte de atracción imperceptible nos forzó a permanecer más tiempo del pensando.