Este viaje se presentó ante mí, desde el primer momento,
como una gran experiencia de liberación, de encuentro; la chance para poder
disfrutar sin más condicionamientos que mis propias ganas, dejando atrás cualquier
tipo de limitación que pudiera coartarme. Lo “socialmente correcto” sería un detalle sin
relevancia, dando lugar a experimentar situaciones y vivencias que, muchas
veces por pudor o condicionamientos del entorno, uno deja pasar, pero que internamente
despiertan curiosidad. La ventaja? Conocerme realmente muy bien en ciertos
aspectos, sabiendo que todo aquello que pudiera hacer sería tan sólo por
diversión, y formando parte del “folclore” del viaje que realizaba.
Cierta tarde, los chicos me invitan a “compartir” algo que
habían comprado a la salida del fuerte. Curioso, me acerco a la habitación y
los encuentro, muy divertidos, debatiendo acerca de un líquido oscuro de
apariencia granulosa, que Fabrize había adquirido en el Bhang Shop. El “bhang”
es un preparado hecho a partir de hojas y cálices de plantas de cannabis muy
habitual en algunos países asiáticos, el cual puede ser ingerido de diversas
formas. Aquí, lo común era encontrarlo mezclado con jugos de frutas, con yogurt
agrio (bhang lassi) o incluso como parte de la receta de unas sabrosas
galletas. Y todo autorizado por el gobierno, siendo su consumo permitido (al
menos en Jaisalmer), sólo para los turistas extranjeros. Aquí comenzó todo…
Nada mal estuvo el jugo de ananá con “bhang”, aunque no
pueda decir que fuera precisamente rico; le daba un toque amargo, y su
presencia daba la sensación de tener en la boca la borra que queda al fondo de
la tasa de café. Luego de la ingesta
compartida, decidimos salir a caminar un rato, hasta tanto ver que sucedía con
nosotros. Lo cierto es que justo cuando estábamos a punto de comenzar a volar,
aterrizamos! Esto significa que nuestro “sin rumbo fijo” nos llevó directamente
a la puerta del Bhang Store. Casualidad?
Habíamos pensado en comprar algo más para beber y seguir
dando vueltas, pero luego de superada la vergüenza inicial que nos producía que
la gente nos vea ahí, nos metimos nomás. Sentados en unos banquitos,
seleccionamos lo que beberíamos y, mientras aguardábamos, jugábamos a imaginar
lo que la gente pensaría sobre nosotros al vernos allí. Tentados, nos reíamos
de nuestras propias caras, las cuales denotaban que las primeras dosis habían
surgido efecto.
Luego de un jugo de naranja y un bhang lassi compartidos,
una sonrisa permanente y una carencia total de palabras eran nuestro medio de
comunicación. Pero era suficiente; era un código propio, que sólo Nos entendíamos,
y que nos permitía compartir un momento magnífico, ajenos a lo que a nuestro
alrededor sucedía. Y cada uno lidiaba con sus sensaciones, de manera personal,
pero sintiéndose parte de un todo; había algo que nos unía en la misma sintonía,
a pesar de encontrarnos mentalmente en lugares muy diferentes. Pero a pesar de esto,
yo necesitaba de un momento de absoluta soledad, y por eso decidí perderme sin
rumbo por las angostas callecitas de la ciudadela.
El fuerte de Jaisalmer parece un capricho hecho realidad,
que atrae, sensibiliza; una artesanía majestuosa que conmueve los sentidos y
conlleva inexorablemente a fantasear, convirtiéndote en uno de esos caballeros
orgullosos y altivos que luego de una larga travesía por el desierto, buscan
protección entre sus altos muros y erguidas torres, o el amor de alguna bella
dama que esperando se encuentra. Y fue justamente a una de esas torres donde mi
errar sin rumbo me iba a depositar; donde el alma del fuerte se iba a comunicar
conmigo; fue en una de estas torres donde me iba a volver uno con el entorno y
donde, además, llegaría a enamorarme plenamente del lugar.
Cuando uno viaja, busca encontrar ese lugar que se convierta
en fuente de inspiración; que brinde colorido, imágenes, sonidos, etc.; que
ponga en alerta toda nuestra capacidad sensitiva y nos inunde de magia,
pudiendo nosotros volvernos uno con el entorno. Pues yo lo encontré. Hallé ese
espacio, ese lugar que tanto añoraba, y no pude menos que sentirme invadido por
una total sensación de plenitud que me llenaba el pecho y me entrecortaba la
respiración. Por unos instantes, fui inmensamente feliz; con ese tipo de
felicidad que se siente sólo cuando uno está en paz consigo mismo. Hoy, muchos
años después, sigo evocando ese momento cada vez que el mundo me agobia, y algo
de esa paz vuelve a mi persona. Sobre la almena me encontraba, conmovido,
maravillado, cuando las imágenes a mí alrededor fueron el dispositivo que encendió
mi imaginación, y me permitió soñar sin reparos.
Hacia mi izquierda, una bola de fuego incandescente se
ocultaba de a poco en el horizonte, bañando con sus luces anaranjadas el contorno
de la fortaleza; diseminando extrañas sombras y creando figuras fantasmales al
entremezclarse con las nubes; infinidad de colores se irradiaban hacia los cuatro
puntos cardinales; un teatro de sombras conformaban las figuras humanas que,
empequeñecidas por la distancia, eran tocadas por este halo mágico emanado del
sol.
Como fondo, una línea de tonalidades rojizas marcaba la
presencia de un desierto que aún no había recorrido, pero que se me ocurría
expectante, inquieto, llena de vida, pero al mismo tiempo inerte, sin
movimiento. Un desierto que guarda las huellas de miles de caravanas y
guerreros, y en el que pronto dejaría las mías plasmadas. Y no pude menos que
imaginar el momento en que esos inmensos grupos de personas, después de días o
semanas de atravesar el árido entorno, desmontaban de sus camellos para entrar
a pie a la fortaleza, manteniendo esa tradición que invoca respeto por el lugar
al que se arriba.
Frente a mí, una fosa, y luego de ésta, una larga muralla,
gruesa, sólida, tan alta como la de las películas. Y una pregunta: cómo es
posible? Cómo es posible que un muro de éstas dimensiones no convirtiera en
inexpugnable la ciudadela? Imposible saberlo. Creo que sólo la creatividad del
hombre y su necesidad por conquistarlo todo, fueron la forma de volver
asequible un lugar que a mi entender sería infranqueable. Y los pude ver. A todos,
a mi alrededor. Guerreros en pugna, intentando defenderse unos; atacando
incansablemente otros. Hombres corriendo por los pasadizos de la fortaleza,
parapetándose en las almenas; disparando flechas por sobre los muros;
disparando cañones; esgrimiendo bien en alto sus espadas, gritando y jadeando,
mientras la batalla se desarrolla y ellos sólo pueden pensar en defender con la
vida su lugar y su orgullo. Pero otros hombres también envistiendo con encono
todo aquello que se interpone en su camino, en el afán de conquistar ese
fuerte, tomándolo por asalto, y decidiendo no sólo así el desarrollo de la
contienda sino también, quizás, el destino de un pueblo o un reino entero. Fue como
estar en una sala de cine, pero sin butacas, ni pantallas gigantes. La película
se desarrollaba a mí alrededor, y yo era el único espectador presente.
A mi derecha, la ciudad. Una enorme cantidad de edificios de
todas las formas y dimensiones, pero de un único color: dorado, que le permitía
mimetizarse con el entorno. Y la luna. Blanca, impecable, completa y altiva. Una
luna llena que todo lo dominaba con su luz mortecina, opacando el brillo de las
paredes del viejo fuerte. Y a lo lejos, allá donde la vista se perdía, un halo
de luz tenue denotaba la presencia de los médanos que marcan el comienzo del
desierto.
Sobre la torre del castillo, recostado sobre el cuerpo de un
antiguo cañón, me dejé absorber por la magia del entorno, mientras el sol se
negaba a partir y la luna, altanera, se mostraba espléndida esa noche.