Padaung: mujeres de cuello de jirafa.


El grupo de aventureros estaba conformado por un puñado de americanos, dos japoneses, una italiana, un dudoso guía tailandés (al que prácticamente no le conocimos la voz), y yo. Reunido el equipo, partimos de Chiang Mai a bordo de una camioneta que nos depositó a los pies mismos de la montaña, sobre un camino de tierra que se adentraba entre la vegetación, dando comienzo a nuestra singular travesía por las siguientes 48 horas. 

La primer etapa fue atractiva, aunque básica en cuanto a exigencias, ya que seguimos la huella de un viejo camino rural que, de apoco, fue desapareciendo y transformándose en un angosto sendero arbolado y alfombrado con miles de hojas secas, sin mayores dificultades, el cual debimos seguir siempre al ritmo del guía, quien prácticamente nada nos explicó durante el recorrido. 



En el transcurso de este, sectores de espesa vegetación enmarañada se alternaban con pequeños claros abiertos para el cultivo, en tanto la fisonomía de los cerros se divisaba a ambos lados, regalándonos la idea de que el camino a seguir se delineaba sobre la base de una angosta quebrada, quizás transitada desde hacía milenos, conectando lugares inhóspitos  con poblaciones más accesibles y desarrolladas.

Al cabo de poco más de una hora atravesamos un lugar habitado por una comunidad diría diminuta, donde un trozo de cartón escrito a mano rezaba “Lahu Village”. Tan sólo algunas viviendas perdidas entre los árboles, construidas con troncos de madera,   sobre palafitos, y con paredes de caña y techos de paja, conformaban el ámbito donde se desarrollaba la vida. Una suerte de “patio comunal” de tierra apisonada marcaba el centro del poblado, invadido por un número importante de gallinas y sus pichones;  el sonido que éstos animalitos emitían y nuestros pasos eran los únicos ruidos capaces de cortar el silencio absoluto que reinaba en el lugar, en donde realizamos un alto simplemente para recuperar un poco el aliento y luego seguir avanzando.  

Por la tarde arribamos a otro de estos caseríos, pero no pudimos identificar nombre alguno en él; luego nos daríamos a la idea de que el lugar era totalmente artificial, creado exclusivamente con la finalidad de depositar allí a turistas que, como nosotros, habíamos salido de paseo con la expectativa de poder hallarnos frente a las tradicionales aldeas donde habitan las “mujeres  cuello de jirafa”. La desilusión fue casi instantánea, ya que el lugar habría estado desolado si no fuera por nuestra presencia y la de dos personas que, junto a nuestro “guía”, se encargaron de cocinar y alistar las chozas donde deberíamos pasar la noche, rústicamente acomodados sobre esterillas que hacían las veces de colchón, y protegiéndonos de los inmensos mosquitos del lugar con tules de diversos colores. 

Según nuestro guía, las personas del lugar se encontraban en otro pueblo, trabajando, y regresarían a pasar la noche  donde nos encontrábamos, por lo que allí podríamos conocerlas. Lo cierto es que ya tarde aparecieron tres mujeres pertenecientes a la tribu de las “mujeres cuello de jirafa”, pero con el único objetivo de hacer acto de presencia y tratar de vendernos algunas de las imágenes en cerámica o chalinas de seda que comercializaban. Salvo por esto y por algunas fotografías que pudimos sacarles, la visita fue totalmente infructuosa, ya que nada nos explicaron acerca de sus costumbres, y al cabo de un rato, se marcharon tan silenciosamente como habían llegado. 

Padaung (mujer cuello de jirafa), es el  nombre con el cual se conoce a estas mujeres que habitan hoy parte de la zona norte de Tailandia, aunque en realidad provienen de una minoría étnica tibeto-birmana denominada Shan, estimada en aproximadamente 7000 personas. Birmania, país limítrofe con Tailandia, tuvo graves problemas políticos durante la década de los 90, lo cual produjo el exilio de  parte de su población, quienes encontraron la posibilidad de vivir en esta nueva tierra, en muchos casos, del dinero proveniente de los turistas, quienes llegan atraídos por lo exótico de su fisonomía. 

Las mujeres “padaung” se caracterizan por tener un adorno de latón en forma de espiral alrededor de su cuello, el cual se coloca a la edad de cinco años y hasta los doce, y se va incrementando con el correr del tiempo mediante la incorporación de nuevos anillos que van presionado la clavícula hacia abajo, brindando la sensación de tener un cuello más largo. Existe la creencia de que si una mujer no lleva una bobina de cobre amarillo alrededor del cuello, tendrá más dificultades en su vida y puede llegar a sufrir terribles problemas de salud, poca fertilidad y será propensa a ser infiel con otros hombres. Hay una leyenda que cuenta como antiguamente se castigaba a las mujeres jirafa infieles retirándoles los aros del cuello y al perder esa estructura metálica se les partía el pescuezo. Sin embargo, es sólo una leyenda.

Teorías antropológicas hay muchas (desde ser una “protección” contra el ataque de los tigres, hasta para “afearlas” y que no sean esclavizadas por otras tribus), pero lo cierto es que ninguna ha sido confirmada, y se sigue manteniendo, aunque ya menos, como tradición estética. 

Luego de las fotografías de rigor, y siendo temprano aún, improvisamos una reunión en torno a un fogón bajo la luna, en donde las conversaciones se iban sucediendo, y el alcohol se tornó en un elemento importante para mantenernos animados. Pero mi atención estaba centrada no en el grupo en sí, sino en alguien en particular, con quien algunas miradas de complicidad me advertían que había un interés en común. 

Así de apoco todos se fueron retirando y Natalie y yo quedamos solos, en torno al fuego, conversando animadamente, y cada vez más cerca el uno del otro hasta que, en un momento dado, nos encontramos abrazados, besándonos. Poco más de una hora estuvimos así, pero la noche se fue tornando cada vez más fría a la vez que las brasas se iban apagando, y el cansancio comenzó a hacerse sentir, por lo que decidimos retirarnos a descansar, pero dejando claro que quedaba una cuenta pendiente entre ambos.   







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