Ese había sido desde el comienzo el objetivo primordial del viaje. Por supuesto que conocer la India había sido siempre un sueño, y creía firmemente en poder encontrar allí un sinfín de respuestas, pero la realidad de un país tan contrastante logró superar ampliamente no sólo mi capacidad de asombro, sino también mi posibilidad de reacción ante cada acontecimiento que ponía a prueba mi paciencia. Ya no disfrutaba como hubiese querido hacerlo, y decidí preservar todo eso que había ganado en las últimas semanas en ese país, llevándomelo como recuerdo, sin exponerlo a nuevos sinsabores que enturbiaran lo que había vivido. Así tomé la decisión de partir rumbo a Malasia, modificando de raíz un itinerario previsto desde hace meses, y dejando como materia pendiente el recorrer toda la porción sur del sub-continente indio.
Entre monasterios y monjes budistas …
Seguía siendo India, o al menos los mapas así lo aseguraban. Pero en el aire había algo diferente, distinto. Esa atmósfera especial que genera la idiosincrasia budista se respiraba por doquier. Monasterios, banderas de oración desplegadas al viento, monjes, y cantos llenos de devoción empapaban el alma con una paz y armonía dignas de los mejores libros de cuentos.
Nuevamente, rumbo a los Himalayas ….
El primer destino fue Darjeeling, en West Bengal. Una ciudad grande, ruidosa, “colgada” prácticamente de la montaña, y famosa a nivel mundial por sus excelentes plantaciones de té. Pero mi búsqueda iba a ser otra. Llegaba hasta aquí con la expectativa puesta en poder observar el Kanchendzonga, la tercer montaña más alta del planeta. Aunque en la temporada correcta, la naturaleza dicta sus propias reglas, y una constante e implacable nube lo cubrió todo durante los 4 días que permanecí en este lugar, impidiéndome concretar ese objetivo, pero regalándome otros inimaginables mágicos momentos.
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