De vuelta a la civilización.....


India había quedado atrás, y Malasia me esperaba nuevamente. Una tierra donde todo lo que ves, es lo que es (sin sorpresas); que me había maravillado, y donde había pasado muy gratos momentos al comenzar mi itinerario. Un lugar donde no hay sonidos estridentes fuera de los acostumbrados en toda gran ciudad; con calles más bien limpias y ordenadas, sin animales sueltos que entorpezcan el andar, ni el acoso permanente de los vendedores ambulantes que, incluso aquí, pululan por doquier. Un lugar donde poder poner la cabeza en orden, y decidir qué hacer, que rumbo tomar, ya que aún me quedaba mucho tiempo por delante para seguir viajando pero, increíblemente, nunca había contemplado la posibilidad de pensar en un “plan B”.  

Y  también pesaban los sentimientos. Y cómo no deberían de hacerlo si aquí había comenzado todo: en éstas tierras hice mi debut puertas afuera, dando los primeros pasos de una aventura que ya había modificado su itinerario en reiteradas oportunidades, dejándose enredar entre comentarios y recomendaciones de viajeros, que delineaban mi camino al ir marchando. 


Pero poco fue el tiempo que permanecí en Kuala Lumpur. Sólo lo necesario para organizar mi partida, y asegurar mi asistencia al cumpleaños de Henrique, a quien (junto con Eliane) había conocido en la estación de trenes de Jaipur; me había cruzado accidentalmente en una calle de Nueva Delhi, y ahora el destino me ponía enfrente mientras paseaba distraídamente por el barrio chino. Pero no iba a ser ésta la única coincidencia: nuestros caminos se volverían a cruzar en otras oportunidades, forzándonos a comprender el mensaje subyacente: estábamos destinados a viajar juntos por al menos algún tiempo. 

Reunidos en la terraza de un hostel,  éramos un grupo de poco más de 20 personas, de las más diversas nacionalidades, quienes le cantamos (como pudimos) el feliz cumpleaños a Henrique, mientras él y yo (haciendo alarde de nuestra condición de sudamericanos), preparábamos unas improvisadas caipirinhas con vodka, sin saber que, de ahí en más, mi procedencia latina sería casi una marca registrada gracias a la cual, durante los próximos meses de viaje, se me presentarían increíbles situaciones con el sexo opuesto; situaciones, desde ya, que no pensaba desaprovechar. Y así fue que esa misma noche, y para mi propia sorpresa, regresé a mi habitación acompañado por la cándida figura de una señorita de origen franco – coreano con quien, lamentablemente, compartiría tan sólo unas pocas horas, ya que mi partida estaba programada.  

Luego de una larga jornada a bordo de un bus increíblemente cómodo, llegamos a la frontera de Malasia, donde las tierras de este pequeño país lindan con las de Tailandia, su gran vecino del norte. Bien recibido en la aduana tailandesa (Hat Yai), cierto dejo de alegría se apoderó de mí cuando, por mi condición de argentino, el sello estampado en mi pasaporte me brindaba la posibilidad de permanecer durante 90 días en éste país, y sin abonar ningún tipo de visado, mientras que para la mayor parte de los turistas que viajaban en el mismo bus, su condición de europeos los relegaba a una visa de tan sólo 30 días, y con un costo de varios dólares de por medio. En Tailandia comprendería que ser  “sudaca” tenía ciertos beneficios.  

Acababa de trasponer la frontera y una nueva etapa, muy diferente,  comenzaba a partir de allí. No lo sabía aún, pero lo iría develando a cada paso, luego de cada nuevo acontecimiento.  India y Nepal habían representado para mí la búsqueda interior, la soledad, el recogimiento más absoluto; en el sudeste asiático encontraría diversión, desenfreno y muchos nuevos amigos. 

Tailandia, unos de los países con el mayor índice de turistas al año, es conocido mundialmente por sus playas de arenas blancas,  arrecifes de coral y prístinas aguas turquesas. Pero para llegar allí debía recorrer grandes distancias, y de momento estaba cansado, así que decidí afincarme por unos días  en un  pueblo de pescadores llamado Krabi Town, a medio camino hacia el Golfo de Tailandia. Pequeño y sumamente tranquilo, el pueblo es además un trampolín para quienes, ferry mediante, desean visitar  la popular isla de Ko Phi Phi. 

Este poblado se encuentra ubicado a orillas de un ancho río surcado por "long tail boats" (barcazas a motor), manglares y rocas gigantescas que brotan del agua cual cerros desnudos (formaciones kársticas), acompañados además  de un clima de tipo tropical.  Simple pero ameno, lo más destacado son su gente atenta, el mercado nocturno de comidas (donde se pueden encontrar todo tipo de platos típicos y a precios irrisorios), su hermosa costanera y algunos bare
s /hostels que dirigen la poca vida nocturna del lugar.

No podría decir que Krabi Town era un lugar maravilloso desde lo paisajístico, pero me brindaba una sensación de serenidad increíble, haciéndome sentir como en casa. Y tal vez haya sido ése el motivo por el cual decidí quedarme varios días en el lugar, los cuales se convertirían en una sucesión de improvisados encuentros que harían que recuerde a este lugar, siempre, con gran cariño.  









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