Jodhpur, la Ciudad Azul, y un casamiento hindú ..


Cómodamente recostado sobre una reposera, desde la terraza del Hostel disfruto de un maravilloso regalo: una soberbia vista panorámica del Meherangarh Fort que, elevándose en medio del polvoriento desierto y rodeado por sus majestuosas murallas, aún hoy en día es la razón de ser de ésta, la segunda ciudad más grande del Rajasthan. Y haciendo honor a su nombre, “fortaleza majestuosa”, va a ser además un oasis de perfección y profesionalismo, a la hora de realizar una visita a su interior.  



Convertida en capital del estado Marwar (Tierra de la Muerte) en 1549 y de un poderoso  y belicoso clan rathore, la ciudad se desarrolló a los pies de una creación sin igual. Bella e imponente, la fortaleza fue construida en piedra gres ocre (arenisca), con dimensiones monumentales que combinan armoniosamente la solidez defensiva y la refinada elegancia cortesana, albergando suntuosos palacios, jardines, patios, puertas enormes, largas rampas, una muralla de casi 2kms de extensión, y el testimonio de una larga historia de guerras y batallas, pudiendo jactarse, altiva, de haber caído en manos enemigas sólo una vez (fue tomada por Aurangzeb, en el siglo XVIII).

Una visita increíble, con un servicio de primera categoría a nivel turístico (servicio de auto guía en español por medio de auriculares de uso individual), me hizo sentir cómodo y relajado, y fuera de las cánones a los que uno se acostumbra en estas tierras. La visita la realicé caminando, auriculares al oído, cámara de fotos en mano, y emociones a flor de piel. Es una obra de arte para ser admirada; dantesco en sus dimensiones, colosal en su significado, sorprendente en su historia y sumamente romántico en los detalles. Un lugar ideal para perderse en uno mismo.

Así estuve toda una tarde, recorriendo varios sectores que han sido convertidos en museos, visitando las murallas, y disfrutando de la proverbial vista que el entorno me ofrecía: la Ciudad Azul. La mayoría de las viviendas fueron encaladas con un color azul lavanda, dando un marco muy especial a la ciudad. El motivo? Muchas de ellas son propiedad de personas que pertenecen a la casta de los brahmanes, quienes veneran básicamente a Krishna (una de las principales deidades del panteón hindú), a quien se lo representa con su rostro pintando de éste color. La tradición se fue extendiendo, y hoy aún se utiliza, teniendo en cuenta además que brinda una sensación de frescor suavizando el calor ambiental y que, como si fuese poco, dicen, aleja a los mosquitos.   


Pasé dos días recorriendo Jodhpur, conociendo algunos de sus principales elementos, como el  muy animado Bazaar, y la Clock Tower, en pleno corazón de la city. Aunque las mejores impresiones me llegaron al perderme mientras recorría la ciudad antigua, donde un laberinto de pasadizos y  estrechas callejuelas forman un entramado que comunica la ciudad “nueva” con los laterales del fuerte. Sin rumbo, pero sin preocupaciones, me dediqué a disfrutar de un silencio sobrecogedor,  de un color azul que todo lo inunda; de animadas calles comerciales especializadas por rubros; niños con uniformes de colegio; hombres duros de labor, que se vuelven dóciles ante la cámara que los retrata; pobreza; gente enferma; mujeres con hermosos “saris” preparando la mezcla para construir el pavimento... Postales de un mundo diferente....Aunque aún faltaba un retrato más de esta India tan fascinante pero, muy a mi pesar, no fue una fotografía con la cual me sintiera a gusto.

Invitado por el dueño del hostel, y vistiendo mis “mejores galas”, asistí junto a otros turistas a la celebración de un casamiento. La curiosidad y la ansiedad eran muchas al inicio; cierta pena y algo de incomprensión, fueron el resultado final. Se trataba de un gran salón, con un pequeño taburete en el centro y sillas ubicadas en los laterales, mirando al centro. En el piso, gran cantidad de bandejas de plata atestadas de objetos de los más diversos tipos (frutas, cereales, comidas, anillos, ropa, relojes, etc.), y las mujeres sentadas de cuclillas frente a éstos. Nosotros, sobre uno de los laterales, nos dedicábamos a observar y tomar fotografías. Todo estaba dispuesto de manera ordenada y a la espera de los “novios”.

Primero ingreso el hombre; muy bien ataviado, con un traje oscuro y un turbante rojo en su cabeza, cuyo extremo colgaba a sus espaldas, casi hasta el suelo. Una bendición, algunas explicaciones “contractuales”, y luego hizo su aparición la novia, quien vestía un hermoso sari de tonalidades azul y roja. Y mucho movimiento de personas en torno a ellos me hizo creer que se preparaba algún tipo de ceremonia religiosa, o algo por estilo, aunque mi expectativa no fue satisfecha.

No hubo ceremonia, ni oficio, mucho menos palabras o discursos; tampoco nada (fuera de los regalos y los trajes), que diera la pauta de que aquélla, era una ocasión especial o de alegría. Al novio le colocaron unas prendas y objetos sobre sus piernas, junto a un gran fajo de billetes (la dote que la familia de la novia debe pagar a la del nuevo marido); unas palabras entre los padres, y se dio por consumado el hecho. Nada de emociones; nada de regocijo. No había caras de felicidad ni muestras de emoción de esas que invaden a las personas cuando se supone unen sus vidas y su futuro con alguien con quien van a compartir todo, de ahora en más, y para siempre. Fue algo así como una “transacción comercial”; simplemente un intercambio, carente de demostración afectiva. Pero como haberla? Es decir, cómo hacerlo de otro modo si (luego nos explicarían) en la mayoría de los casos los compromisos matrimoniales no se realizan por elección propia, sino que los padres son quienes elijen y deciden (incluso desde el momento mismo del nacimiento o con años de antelación), con quién debe casarse su vástago. Ésta costumbre se basa en el concepto de que son los padres quienes saben qué es lo mejor para sus hijos.

No dudo de la buena intención de un padre para con su hijo, pero francamente me produjo un profundo rechazo la forma en la que ésta tradición o costumbre se lleva adelante. Desde ya, mi concepción “occidental” del mundo no me permite adentrarme en ciertas percepciones que hacen a estas tradiciones, pero cómo considerar que coartando la posibilidad o el derecho a una elección propia (valorando un concepto fundamental, como puede ser el amor entre dos personas), puede definirse como una buena elección. En el momento pensé: quizás ese hombre tenga la suerte de enamorarse en algún momento de su mujer y, si es afortunado, quizás hasta sea correspondido. Pero qué si no sucede? De no ser así, qué clase de vida le espera? Cómo llevar adelante una familia, si no hay sentimientos verdaderos? Cómo disfrutar de momentos de intimidad con una persona por la que, tal vez, no hay siquiera atracción física, pero con la que debo formar una familia, tener hijos, y pasar el resto de mi vida?

Cómo es posible sentirse pleno, satisfecho, realizado, feliz, si uno siquiera puede sentir que se es fiel a uno mismo? Me da la impresión de que no hay forma de no tener luego, fantasmas que a uno lo atormenten, haciéndonos pensar que una vida existe, y que nos ha sido vetada por mero capricho o egoísmo, pero que para ser moral y socialmente aceptado, llevan el rótulo de “tradición”? Tal vez la palabra en cuestión sea resignación.

Y es resignación lo que mejor define el rostro de aquél hombre de tez morena, rasgos fuertes pero agraciados, alto y de buen porte, en el cual una expresión seria y unos ojos carentes de sentimientos alegres dejaban traslucir un poco de amargura y desesperanza. Irónicamente, el momento de festividad llegó, representado por una larga mesa de comidas y algo de música hindú.  

Al ir saliendo del salón una mirada fuerte, curiosa, me hizo detener y girarme para ver qué sucedía. Sentado sobre un mueble, conversando, el “novio” (ya marido) me observaba. La situación me era confusa, pero sentí la necesidad de saludarlo aunque, al acercarme (y después de lo vivido), no sabía qué decirle.  Le tendí la mano. Gesto que él devolvió con cortesía, pero ahora me encontraba en apuros, ya que no lograba articular palabra. Debía darle mi pésame? Decirle que lo sentía mucho? Invitarlo a escapar corriendo desenfrenadamente? O quizás felicitarlo porque había sido un rotundo éxito comercial? Fue una fracción de segundo en la que vacilé, mientras nuestras manos estrechadas permanecían en suspenso a la espera de algún sonido que las acompañara. Y como aquel aplauso frío y entrecortado que oí durante la boda, por lo bajo dejé escapar una palabra: congratulations.

El no emitió sonido, pero tampoco hizo falta, para captar la respuesta. Una leve tensión en su mano, ese típico movimiento lateral de cabeza que tienen los hindúes y una mirada melancólica lo dijeron todo. Estaba atrapado, y esa red que lo envolvía ya no le iba a permitir elegir qué camino tomar.


Pero esta es la vida en India, llena de contrastes. Esta es la vida en un país en donde (según las sensaciones vividas después de casi tres meses de estadía), la tradición y la espiritualidad, muchas veces, van a contramano de la realización personal y el respeto de muchas de las más básicas necesidades individuales de las personas..










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