Arena, camellos y otras hierbas…



Cuando, organizando el viaje, pensé en hacer un safari en camello, se me ocurrieron obviedades tales como: desierto, calor, médanos, dolor de huevos, olor a camello, etc.; ahora, lo que jamás se me había ocurrido, es que pudiera llegar a resultar en una experiencia tan divertida! Montados en el jeep, todos medios apretados y con las provisiones metidas en la entrepierna, fuimos dejando atrás la ciudad. El grupo estaba formado por  nosotros  (Fabrize, Laura, Sam  y yo), y otras 4 personas que se nos sumaron al momento de comenzar y de las cuales, increíblemente, dos eran también argentinas. 


En un paraje lejano, marcadamente árido, y a la vera del camino, un grupo de animales y algunas personas formaban parte del comité de bienvenida que se encargaría luego de hacernos vivir, por dos días, casi como beduinos. Descansando, echados y rumiando, 8 camellos; en torno a ellos, cajas, monturas, frazadas, bidones de agua, etc., y un adulto y 4 niños que componían el grupo de “camell drivers” que nos acompañaría. Y aunque pensamos que estaríamos un largo rato allí, tan sólo fueron minutos lo que tardaron en organizar todo y comenzar con el paseo. 

No hubo presentaciones, ni formalismos, ni protocolo. Sólo una seña que nos indicó sobre que animal montar, y así arrancó nuestra aventura. Y desde el comienzo me quedó en claro que con mi camello no íbamos a ser amigos. Yo hago mi trabajo, vos disfrutas del paseo, y nadie molesta a nadie. Eso pareció decir con la primer mirada que me regaló al acercarme. Y ese fue el trato. Ya luego me quedaría en claro además que era un muchacho con carácter ese Mumal (así se llamaba); siempre a contramano, en dirección opuesta al resto, y a distinta velocidad. Y qué hacer? Nada. Tan sólo me dejé llevar, no sólo porque no tenía idea de cómo controlarlo (nada nos habían explicado), sino porque de haberla tenido, de todas maneras no habría estado en condiciones de hacerlo (nuestro día había comenzado con una ingesta de jugo con bhang, el cual ya estaba haciendo efecto al momento de subirme al camello).

Atípica es la forma de levantarse de ésta bestia, alta y corpulenta. Una vez que el jinete se halla sobre la montura, el animal levanta sus patas traseras (corriendo el riesgo de irte de dientes contra el piso) y se inclina un poco hacia atrás, como recostándose. Al instante, levanta de golpe las patas delanteras, emparejándose él, pero desestabilizando por un instante a quien está encima. Es toda una experiencia! Aunque complicado al principio, se transformó en algo divertido, aunque impresiona bastante quedar sentado a poco más de 2 metros del suelo.

Un capítulo aparte merece el andar del camello, ameno al comienzo, tortuoso al final. Al caminar, produce una suerte de vaivén, hacia adelante y hacia atrás, continuo, pero no completo. Es como si te empujaran hacia adelante pero, antes de llegar al final del desplazamiento, te volverían a empujar, pero hacia atrás, sin dejarte tampoco completar el ciclo, ya que un nuevo impulso hacia el frente corta tu inercia. Repetido, constante, rítmico, parece simpático al principio, pero luego de un rato es cansador y tedioso. Y qué decir cuando Mumal decidía cambiar el rumbo: la inclinación hacia los laterales me desequilibraba, debiendo abrazarme a la montura para no caer! Ya luego de un rato fui entrando en una suerte de sincronización perfecta con mi animal, comenzando a disfrutar sin reparos de tan singular experiencia.

Por momentos, llegué a sentir que estábamos sólo Mumal, el desierto y yo; especialmente cuando, gracias al paso rebelde de mi camello, quedaba como líder de la caravana, y se presentaba ante mí esa vasta extensión de arena, y ningún otro sonido que las pisadas del animal, y el viento que nos acompañaba. Nada de lo que veía o sentía me pasaba a mí en primera persona. Volaba, flotaba. Era como observar todo a distancia, pero lo necesariamente cerca como para no perderme detalle alguno. Fue una sensación de omnipresencia. Veía el entorno que me rodeaba, y a mí mismo, de espalda, bamboleándome a cada paso. Fuera de mí, pero muy en contacto conmigo mismo. Las imágenes pasaban por mi cabeza, unas tras otras, interminables, veloces: el paisaje, la gente, sensaciones, mi trabajo, la familia, los fantasmas, amigos, proyectos, pasado, futuro, ilusiones, fantasía, realidad. Todo mezclado. Un mundo irreal que podía palpar. Un viaje increíble, en el cual perdí por completo la noción del tiempo.

La vuelta a la realidad se produjo con la primera detención: el almuerzo. Había mucha expectativa, ya que sabíamos que gran parte del éxito del safari dependía de la calidad de la comida. Y viendo donde nos habíamos detenido, entraron las dudas. Hablando de desierto, nos habíamos hecho ilusiones de hallar un oasis, palmeras, dunas y un estanque de agua fresca y azul en el cual refrescarnos, pero nada de esto existió. El lugar era una suerte de claro entre medio de la arena, con algunos arbustos bajos para protegernos, y un rincón donde hacer fuego. Pero de todas maneras el descanso nos llegó en buen momento, y la calidad de la comida nos sorprendió muy gratamente. Thali y chapati formaron el menú de todo el tour, y luego de la comida, una siesta reparadora debajo de un arbusto, nos ayudó a reponer fuerzas y poder proseguir la marcha bajo un sol que castigaba con crudeza.

Por la tarde nos detuvimos en una pequeña aldea para beber algo fresco y tomar fotografías. Un lugar pobre y muy árido, conformado por algunas chozas de barro y techo de paja, con decorados florales en sus paredes. Aquí, el sol y un viento permanente se plasmaban en cada elemento del lugar, incluso en su gente. Adultos y niños de cabellos oscuros, lacios, pero con esa dureza que denota la falta de lavado y de algún elemento de higiene; muestras de arena y tierra acumulados durante días o semanas sobre una piel tostada, renegrida, seca y resquebrajada. Adultos y niños; no hay diferencias. Todos conllevan las marcas de la indolencia del clima y, aún las diferencias de edad, no disimulan esos rostros avejentados que hasta los más pequeños poseen.  

Nos acercamos a los médanos, y con ellos llegaron nuevas emociones, y el desafío de mantenernos a bordo de los camellos, que se sacudían para todos lados, tratando de subir y bajar estas montañas de arena. Finalmente, cuando la noche comenzaba a caer, arribamos al “campamento base”, donde cenaríamos y pasaríamos la noche; pero hasta esto sucediera, había que disfrutar y, cada quien, debía encontrar su manera.

El grupo se movió en conjunto hasta la cima de una “colina”, desde donde había una vista fabulosa del desierto y del sol que de apoco se ocultaba. Yo, en cambio, sentí la necesidad de alejarme un poco; no mucho, pero sí lo suficiente como para mantenerme ajeno a todo sonido que no fuese el del desierto. Era mi momento. Una soledad inconmensurable me invadía, pero sin melancolía ni tristeza; me sentía cobijado, protegido. Y esta ausencia de compañía era también una ausencia de situaciones y, sin ellas, no había riesgos, peligros ni amarguras. En algún lugar lejano había dos mundos: uno lleno de sufrimientos, y otro lleno de alegrías. Pero esto me era ajeno, porque estaba lejos y sólo, ensimismado. Así estuve durante un buen rato, mientras el sol se fundía con el desierto, y su estela dorada daba paso a una noche de luna llena y abundancia de estrellas. Ya en torno al fogón, cenamos casi en silencio; creo yo que sensibilizados. De apoco, el fuego se fue extinguiendo, al igual que nuestras energías. Acomodado entre mi bolsa de dormir y algunas mantas con olor a camello, me negaba a dormirme, con la intención de contemplar las constelaciones que sobre mi cabeza se desplazaban; más el cansancio me pudo, bridándome un sueño placentero.

Amanecí justo cuando amaneció, y eso fue lo sublime. El silencio lo invadía todo, ya que hasta los camellos descansaban aún y, aunque sin dejar ver su forma, las primeras luces del sol bañaban el lugar de un hermoso color plata y la luna, que había tenido una actuación aquella noche, se negaba a ocultarse. Al abrigo de mi bolsa de dormir permanecí, contemplativo, hasta que el campamento fue cobrando movimiento.

Luego de un desayuno abundante prosiguió nuestro día de andanzas. Y éste mejor que el anterior, ya que una renovada vitalidad me invadía, y un estado de sabia insania me llevó a entenderme con Mumal, siguiendo sus movimientos con total naturalidad y pudiendo disfrutar plenamente de la experiencia, sin riesgos de caerme. Incluso llegué a jugar con él, tirando reiteradamente de las riendas, marcando el paso y el camino a seguir, y convirtiéndonos en un gran equipo.

Arribamos a la ciudad a media tarde, cansados, pero alegres, y ése fue (a pesar de todo) uno de los momentos más tristes del viaje, ya que fue cuando tomé la decisión de separarme del resto del grupo. Sentí la necesidad de permanecer en Jaisalmer por un poco más de tiempo. Aunque con pesar, los chicos me comprendieron, y no sin mucha pena, al día siguiente ellos prosiguieron viaje.

Jamás he sido muy afecto a permanecer un largo período de tiempo en un mismo sitio, aburriéndome rápidamente y tratando de estar en movimiento. Pero, paradójicamente,  he pasado exactamente una semana en Jaisalmer. A tal punto me ha cautivado esta ciudad, que decidí separarme de Fabrize, Laura y Sam. Algo me ocurrió, aunque todavía no logro descifrar los jeroglíficos que encierran tanto misterio. Lo único seguro es que no tengo ganas de irme de Jaisalmer. La sola idea de abandonar este sublime rincón del Rajasthán me llena de melancolía. No sé cuál es el motivo. Quizás el tiempo me lo explique, o tal vez nunca obtenga una respuesta. Lo único cierto, es que no me quiero ir. 







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